Divina magnanimidad.
CONSECUENCIAS DE LA MAGNANIMIDAD DIVINA

No te enojes contigo (2)



Divina magnanimidad.
Domingo 12 de diciembre de 2004.

Autor: Paulino Quevedo.
Dr. católico, filósofo, laico y casado.


Hola, amigos:

La magnanimidad divina es nobleza que obliga, y que nos obliga principalmente a nosotros, los pecadores; y debemos responder a esa nobleza con responsabilidad y generosidad.


Breve preartículo
Divina magnanimidad.
Como ya se dijo en el primer artículo de esta serie, que fue el anterior, aunque estos artículos se dirigen principalmente a los cristianos, podrán también aplicarse en menor medida a todos los hombres, y quizás a todas las creaturas espirituales y por lo mismo inteligentes. Por tanto, esta serie se apoya sobre todo en la serie No te enojes con Dios, donde se dice que Dios ha decidido crear el mejor de todos los mundos posibles, que es su Obra Magna.
Divina magnanimidad.
El presente artículo se referirá a todos los seres humanos, y no tanto a los cristianos, ya que las consecuencias de la magnanimidad divina abarcan a todas las creaturas, sin excepción. Sin embargo, la sola expresión no te enojes, o el simple no enojarse, hace referencia a seres inteligentes; y el tema que nos ocupa indica que tal referencia se hace principalmente a los seres humanos.
Divina magnanimidad.
De otra parte, el no te enojes contigo, que como veremos habrá de apoyarse en el no te enojes con Dios, abre expectativas de que la sana e incluso alegre aceptación de uno mismo se relacione de alguna forma con Dios, o con las relaciones mismas del hombre con Dios, en lo cual consiste su religiosidad. Por tal motivo, y como es de esperar, los siguientes artículos de esta serie abordarán el tema de la religiosidad humana y de la revelación divina, que ha tenido lugar de manera culminante en el cristianismo.
Divina magnanimidad.
Aunque los artículos de esta serie pueden leerse independientemente, hay entre ellos una relación; debido a lo cual se aprovechará mejor la lectura de cada uno si se relaciona con la de los otros, que pueden encontrarse activando el vínculo que se ofrece en seguida:

No te enojes contigo Divina magnanimidad.


Cuerpo del artículo
Divina magnanimidad.
Es importante que tomemos conciencia de que nosotros vivimos en el decreto divino real o actual. Para profundizar sobre este tema recomiendo encarecidamente leer mi artículo Lo difícil está en el detalle. A continuación reproduzco algunos de sus párrafos, que considero esenciales para poder continuar nuestros desarrollos, a fin de tenerlos a la vista:

    "Un decreto (un podría ser así) es la concepción divina o diseño de toda una posible creación, de principio a fin, en todos sus aspectos, generales y de detalle. ... En la realización o decreto real (hágase así) de que la completa concepción divina de toda una posible creación pase de la nada a la existencia, Dios —como causa primera— tendría que darles todo su ser y todo su obrar, en cada instante, a todas y cada una de sus partes, por ínfimas que puedan ser; y lo mismo hay que decir de las acciones libres de las personas. Por esto es verdad que no se mueve la hoja del árbol sin el consentimiento de Dios. A mí me gusta decir que no se mueve la neurona del político sin el consentimiento de Dios.

    "En un decreto Dios ha previsto y permitido cada detalle, por ínfimo que pueda ser. Por ejemplo, un parpadeo mío concreto y determinado, del presente decreto, tarda un tiempo preciso. Pues bien, si se diseñara ese mismo parpadeo con una duración ligeramente distinta, como de una fracción de segundo más, o menos, ya no pertenecería a este decreto, sino a otro. Es claro, por tanto, que los posibles decretos son infinitos.

    "Dios ha comparado todos los decretos posibles y ha elegido el mejor para traerlo a la existencia; ése es el decreto presente, en el cual vivimos, es decir, el mejor de todos los mundos posibles. Y Dios conoce, hasta el mínimo detalle, queriendo todos los bienes y permitiendo todos los males, todo lo que ha sucedido, todo lo que sucede y todo lo que sucederá en el decreto presente, incluidas todas las acciones libres de las personas...

    "Al darles en cada instante todo su ser y todo su obrar a sus creaturas, Dios tiene buen cuidado de que unas ejerzan su causalidad sobre las otras, de modo que todo influya en el conjunto. ¿Cómo podríamos nosotros prever tanto detalle? Es algo que rebasa enormemente nuestra limitada capacidad. Por eso Dios no nos revela todo —sería inútil—, sino que se reduce a señalarnos lo esencial del camino".


Nuestro decreto y la magnanimidad divina Divina magnanimidad.
Divina magnanimidad.
Como puede comprenderse al meditar los textos acabados de citar, la magnanimidad divina influye de una forma extraordinaria en nuestro decreto, en nuestras vidas y en todas nuestra acciones. Como Dios es magnánimo, decidió traer a la existencia el mejor de todos los decretos posibles, que es en el que vivimos y existimos; y para ello los comparó todos, habida cuenta de todos sus bienes y sus males, incluso con todas nuestras acciones libres, buenas y malas. La tremenda consecuencia de esto es la siguiente:

    Todo lo que hagamos, sea lo que sea —incluidas nuestras acciones libres buenas y malas—, colabora indefectiblemente a la realización del mejor de todos los mundos posibles, es decir, a la Obra Magna de Dios.

A ese grado llega la magnanimidad divina. Dios desde la eternidad previó incluso todas nuestras acciones libres, buenas y malas, al elegir nuestro actual decreto para traerlo a la existencia como su Obra Magna, que es el mejor de todos los mundos posibles. Lo cual quiere decir que nada podemos hacer, bueno o malo, que perjudique la realización de la Obra Magna de Dios en lo más mínimo. No tenemos la categoría suficiente para poder alterar en nada el plan magnánimo de Dios. Todo lo cual se presta a que surja la pregunta irresponsable: ¿Qué caso tiene, entonces, obrar bien?
Divina magnanimidad.
Parece, por tanto, que siempre acompañamos a Dios en el proyecto de su Obra Magna, y que colaboramos a su realización, aunque obremos mal. Sin embargo, no es así. La razón de ello es que, incluso en su Obra Magna, Dios sólo quiere el bien, de forma que el mal sólo lo permite, lo tolera, quiere permitirlo, quiere tolerarlo. Por eso acompañamos a Dios sólo en lo que hacemos de bien, mas no en lo que hacemos de mal, aunque de alguna manera todo —el bien y el mal— colabore a la realización de su Obra Magna. Podemos acompañar a Dios incluso si toleramos el mal, como lo tolera Él, pero no lo acompañaremos si queremos el mal. Y aquí es donde la nobleza de Dios nos obliga a ser generosos, además de responsables.


El bien y el mal no se confunden Divina magnanimidad.
Divina magnanimidad.
Toda esta problemática se hace crítica justamente en los momentos previos a nuestro obrar el bien o el mal, que tenemos ante nuestra libre elección. Una de nuestras acciones, la buena o la mala, será la que colabore a la Obra Magna de Dios: ¿cuál de las dos será, la buena o la mala? Nosotros no lo sabemos, ni lo podemos saber, pues se trata de un conocimiento que rebasa enormemente nuestras capacidades; pero Dios sí lo sabe, porque desde la eternidad eligió el decreto óptimo para traerlo a la existencia, junto con todas nuestras acciones libres, buenas y malas, incluida la que estamos por realizar, y respecto a la cual nos cuestionamos en este momento, o en cada momento.
Divina magnanimidad.
Nuestro problema no es tratar de averiguar cuál de nuestras acciones, la buena o la mala, es la que colaborará a la realización de la Obra Magna de Dios: ése problema es de Dios, no nuestro, y Él lo resolvió desde la eternidad al elegir el mejor de los decretos para traerlo a la existencia, incluyendo todas las acciones libres de sus creaturas, tanto las buenas como las malas. Si no podemos con nuestros propios problemas... ¡no nos echemos a cuestas los problemas de Dios! Reconozcamos que no podemos saber quiénes han de padecer cuáles males, ni cuándo ha de padecerlos cada quien, a fin de que se logre el mejor de los mundos, en el que se requiere la presencia de todos esos males.
Divina magnanimidad.
No es el caso, por tanto, de que, suponiendo que descubriéramos que la acción que colaborará a la Obra Magna de Dios será nuestra acción mala, entonces nuestra buena obra tenga que ser realizar la acción mala a fin de colaborar a la Obra Magna de Dios. Eso sería contradictorio: tener que obrar el mal, en nuestra siguiente acción, a fin de lograr algo bueno en el conjunto de la completa Obra Magna de Dios. Y también por eso es razonable que no sepamos cuál de nuestras dos posibles acciones, la buena o la mala, será la que colabore a la Obra Magna de Dios.
Divina magnanimidad.
El bien es el bien, y el mal es el mal, y no se confunden; y nuestra obligación es obrar el bien en cada una de nuestras acciones. Pero somos defectibles y débiles, además de libres, y podemos fallar en obrar el bien, y obrar el mal en vez del bien. Y Dios lo sabe. Mas a pesar de todo, Dios ha querido hacer el mejor de todos los mundos, y ahí caben muchos males, incluidos los de nuestras acciones libres. Y al elegir el decreto óptimo, Dios trajo a la existencia un decreto con muchas acciones libres nuestras que son malas, pero que colaboran al mejor de los mundos u Obra Magna de Dios. Por eso muchas acciones libres nuestras, que son malas, colaboran a la Obra Magna de Dios; mas no por eso tales acciones malas se convierten en buenas, sino que siguen siendo malas, y aun así colaboran al mejor de los mundos.
Divina magnanimidad.
Por todo lo anterior, nuestro compromiso moral es obrar el bien, sin estar pretendiendo averiguar si las obras nuestras que colaborarán al mejor de los mundos serán las buenas o las malas; lo cual, de otra parte, nos resulta imposible saber. Acompañar a Dios en la realización de su Obra Magna consiste en procurar obrar el bien, pero también tolerando el mal, sobre todo el mal padecido por nosotros y proveniente de otros; e incluso tolerando el mal proveniente de nosotros mismos. Dicho en otras palabras, si Dios nos tiene paciencia, debemos tenernos paciencia también nosotros: no te enojes contigo.
Divina magnanimidad.
Veámoslo ejemplificado en el caso de Adán. Es mejor un mundo en el que el Verbo se encarna como consecuencia del pecado de Adán, que un mundo en el que Adán no pecara y el Verbo no se encarnara. Más aun, es mejor un mundo en el que el Verbo se encarna como consecuencia del pecado de Adán, que un mundo en el que el Verbo se encarnara sin que Adán pecara; lo cual para muchos es muy difícil de comprender y de aceptar, pero... ¡así es! Y así, a fin de crear el mejor de los mundos, Dios quiso encarnarse con el fin de salvarnos del pecado de Adán; pero, ciertamente, sin querer que Adán pecara.
Divina magnanimidad.
Todo esto es causa de tropiezo y aun de escándalo para muchos de los que conocen esta problemática, aunque sean fieles; y también es un obstáculo para que se acerquen a la Iglesia, si son infieles. Haré el intento de esclarecer la problemática que se encierra en esta cuestión, para lo cual me serviré de un caso extremo —referente a esta misma temática— mencionado en la Sagrada Escritura, a saber: el que Dios endureciera el corazón del Faraón.


Yavé endurece el corazón del Faraón Divina magnanimidad.
Divina magnanimidad.
¿Cómo es posible que haya sido Dios quien endureciera el corazón del Faraón para que no dejara salir de Egipto a los hijos de Israel, cuando Dios mismo quería que salieran de allí? Sin embargo, eso es lo que dice la Sagrada Escritura:

    "Yavé le dijo [a Moisés]: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto y he oído los clamores que le arrancara su opresión, y conozco sus angustias. Y he bajado para librarle de las manos de los egipcios... El clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí, y he visto la opresión que sobre ellos hacen pesar los egipcios. Ve pues; yo te envío al Faraón para que saques a mi pueblo, a los hijos de Israel, de Egipto»" (Éxodo 3, 7-10).

    "Viendo el Faraón que había cesado la lluvia, el granizo y los truenos, acrecentó su pecado, y endureció su corazón hasta el extremo, y no dejó salir a los hijos de Israel, como le había mandado Yavé por boca de Moisés. Yavé dijo a Moisés: «Ve al Faraón, porque yo he endurecido su corazón y el de sus servidores, para obrar en medio de todas estas señales, para que cuentes a tus hijos y a los hijos de tus hijos cuán grandes cosas hice yo entre los egipcios, y qué prodigios obré en medio de ellos, y sepáis que yo soy Yavé»" (Éxodo 9, 34 - 10, 2; las itálicas son mías).

El último pasaje dice dos cosas: que el Faraón endureció su corazón hasta el extremo, y también que Yavé endureció el corazón del Faraón y el de sus servidores. En esta doble afirmación está el principio de la solución al problema que traemos entre manos. Indudablemente el Faraón hace mal en desobedecer a Yavé y no dejar salir al pueblo de Israel, además de causar muchos daños al pueblo de Egipto debido a las plagas. Yavé quiere sacar de Egipto a los hijos de Israel; sin embargo, Yavé endurece el corazón del Faraón hasta el extremo de que él —el Faraón— cometa tantos males. Ciertamente Yavé quiere manifestar su grandeza en medio de Egipto; mas no por eso queda claro cómo pueda Yavé endurecer el corazón del Faraón para que cometa males, sean pocos o muchos. Dios no puede ser causa del mal, de ningún mal, ni chico ni grande. ¡Dios es sólo bondad! ¿Qué sucede entonces? Lo que sucede es que hay algún sentido en el que puede decirse que Dios endureciera el corazón del Faraón, aunque no lo hiciera en realidad. Veamos cuál es ese sentido.
Divina magnanimidad.
En el decreto elegido por Dios hay males, incluso males morales o pecados cometidos libremente por los hombres, y el endurecimiento del corazón del Faraón es uno de dichos males morales; mas no por eso tal pecado es cometido por Dios, sino sólo por el Faraón, libremente. Lo que sucede es que Dios libremente decretó traer a la existencia el mundo en el que el Faraón libremente pecaría, porque ése es el mejor de los mundos. Es verdad, por tanto, que algo hizo Dios respecto al endurecimiento del Faraón, a saber, elegir el presente decreto o traer a la existencia el mundo en el que dicho endurecimiento tendría lugar; y en tal sentido puede decirse que Yavé endureció el corazón del Faraón. Pero dentro de este decreto el Faraón —libremente— pecó endureciendo su corazón, del mismo modo que pecan todos los otros hombres. El Faraón fue el culpable, y no Dios. En el mismo sentido podría decirse que Dios endurece todos los corazones que se endurecen en este mundo, pero no se acostumbra decirlo así; en esto, los pasajes del Éxodo son casos excepcionales.
Divina magnanimidad.
Así pues, igualmente sucede que Dios libremente eligió el presente decreto, o decidió traer a la existencia el mundo en el que Adán pecaría, y en el que el Verbo se encarnaría para salvarnos del pecado de Adán. Y este mundo es el mejor, no porque Adán pecara, sino porque el Verbo se encarnó, aunque la Encarnación tuviera lugar como remedio del pecado de Adán y de muchos otros males; y en tal sentido: Felix culpa! De tal manera se comprende que desde dentro del presente decreto Dios quiso que el Verbo se encarnara para salvarnos del pecado de Adán; y que a la vez, desde fuera del presente decreto, Dios quiso que el Verbo se encarnara para lograr el mejor de los mundos.


Dios nos comprende y se conmisera de nosotros y con nosotros
Divina magnanimidad.
La idea madre, fecunda e iluminadora de toda esta problemática es que Dios es magnánimo, y por lo mismo no dejará de realizar su Obra Magna, en beneficio de todas sus creaturas, por el simple hecho de que se requiera el sufrimiento de algunas o de muchas de ellas, ni por el hecho de que también se requiera el sufrimiento de su Hijo Divino. Lo que he tratado de expresar en estos artículos es que el logro de lo óptimo requiere la realidad del sufrimiento, que a su vez requiere la presencia de males. Y en tales circunstancias, Dios comprende y compadece a sus creaturas que sufren, hasta el grado de enviar a su propio Hijo a que las acompañe en el sufrimiento; y no en un sufrimiento cualquiera, sino el de morir en la Cruz por amor a nosotros. Sin embargo, pese a tantos males y a tanto sufrimiento, Dios no deja de realizar su Obra Magna, porque es magnánimo.
Divina magnanimidad.
Lo que va dicho en este artículo vale para todas las creaturas, sobre todo para las que son espirituales y por lo mismo inteligentes, es decir, para las que son personas. Dios las comprende y compadece a todas ellas, también a las que no son cristianas, y a las que no creen en un Dios personal, e incluso a las que no creen en Dios. Sin embargo, el que Dios nos ame, y nos comprenda, y se conmisere de nosotros, y aun que nos acompañe en el sufrimiento, es algo que podemos entender mucho mejor desde la perspectiva cristiana, en la que conocemos mejor todo lo que Dios mismo nos ha revelado, sobre todo a través de su Hijo Encarnado, Jesucristo. Y por eso es desde la perspectiva cristiana como mejor puede comprenderse la invitación que se hace en esta serie de artículos: no te enojes contigo.
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Así, pues, en los siguientes artículos adoptaré la perspectiva cristiana, mas no por eso han de dejar de aprovecharse de ella los no cristianos, ya sea tomando lo que les venga bien, ya sea adaptando algunas cosas a sus propias circunstancias. Si tienes un Dios que te conoce, y te acepta como eres, y te ama, y te comprende, y te perdona, y te acompaña incluso en el sufrimiento... entonces... conócete tú también, y acéptate, y ámate, y compréndete, y crécete ante la adversidad, y también perdónate... En pocas palabras: no te enojes contigo.


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